El gobierno mexicano negoció siempre bajo la premisa de que el no acuerdo no era opción. México es un país demasiado abierto, muy dependiente del comercio exterior. Por lo mismo, estaba condenado desde el arranque en tener que conceder. No había duda de que tendríamos un nuevo acuerdo, más bien las incógnitas eran en qué puntos y qué tanto iban a permitir nuestras autoridades con tal de tener el acuerdo. Llegamos a negociar con la mentalidad de limitar daños y terminamos por completo entrándole al juego de Trump.
Trump, fiel a su estilo expuesto en su libro el Arte de Negociar, marcó el paso y sus condiciones desde el principio. Si Estados Unidos sostiene un déficit comercial con México es un perdedor. Su fin casi único de renegociar el tratado es convertir a Estados Unidos en ganador y la única forma de hacerlo es creando las condiciones para tener un superávit. Quedo claro. México tiene superávit automotriz y déficit no automotriz con Estados Unidos, por lo que la esencia de la negociación de Trump era revertir la ventaja competitiva que tenía México en este mercado. Inteligentemente, Trump puso sobre la mesa muchos puntos que para él no eran tan importantes, pero que le daba lugar a negociar lo que sí era trascendental.
La cláusula de terminación, la estacionalidad agrícola y una mayor apertura energética fueron algunos de los puntos que puso Estados Unidos en la mesa como anzuelo. Incluso, la regla de origen para la industria terminal del sector automotriz de 85 por ciento que se propuso al principio, era excesivo con el propósito de negociar un incremento sustancial sobre el 62.5 por ciento existente. Hay muchos puntos en el acuerdo que modernizan el TLCAN después de 25 años. Pues que bueno, pero realmente no era fundamental. Mucho de estos puntos ya se habían negociado antes bajo el marco del TPP. Al final de cuentas, en lo que concierne el TLCAN México concedió en lo que realmente quería Estados Unidos, mientras que Estados Unidos concedió en lo que puso en la mesa justo con ese propósito.
El nuevo acuerdo llevará a un reequilibrio de los intercambios del sector automotriz, gracias al reacomodo de la regla del contenido regional de 75 por ciento y de la nueva cláusula que establece que entre 40 y 45 por ciento del contenido de los automóviles debe estar fabricado por trabajadores que ganan al menos 16 dólares por hora trabajada. En especial, esto último limita casi en su totalidad a la industria de autopartes de México, que representa alrededor de la mitad del sector automotriz. El ejercicio que queda por hacer es ir marca por marca y modelo por modelo para ver los porcentajes de origen en la lista de todos los automóviles que exportamos. Seguramente, encontraremos que se tendrá que entablar en una nueva estrategia de producción casi en cada uno.
Si bien es cierto que el sector automotriz empezó a crecer en México a raíz del TLCAN en 1994, fue realmente a partir de 2010 que se dio el verdadero despegue. A raíz de la Gran Recesión en Estados Unidos en 2008-2009, la industria automotriz prácticamente entró en quiebra. Los tres grandes (conocidas como “the Big Three”), Ford, GM y Chrysler, ejercieron grandes pérdidas en lo que fue la peor crisis en ese país desde los años 30, siendo que GM y Chrysler tuvieron que declararse en bancarrota y aceptar su rescate mediante grandes inyecciones de capital de parte del gobierno de Estados Unidos. Se logró su recuperación con la implementación de menores líneas de producción, fábricas y trabajadores, que fue posible en muy buena medida gracias a una mayor integración en la región. Específicamente, muchas líneas de producción se trasladaron a México, donde se pudo producir más barato y generar de nuevo utilidades. El resultado fue un boom en la industria automotriz mexicana, que alcanzó recientemente representar ya una tercera parte de toda la producción manufacturera del país.
A partir de este acuerdo, la industria automotriz mexicana tendrá que readaptarse. Las nuevas reglas implican cierta reversa a las tendencias observadas en los últimos ocho años e implican una disminución en el superávit que tiene México con Estados Unidos. Para conformarse a los distintos criterios de producción, no solo es posible ver menos inversión en el sector y posiblemente hasta cierta desinversión, sino también una disminución en las líneas de producción. Esto significa que será posible que veamos tasas de crecimiento negativas en la producción automotriz y en autopartes en los siguientes años. Por lo menos, se va reducir el dinamismo de lo que había sido uno de los sectores más dinámicos en los últimos ocho años.
El acuerdo no solo sugiere menos posibilidades de crecimiento. Si vemos reducido el superávit comercial que tenemos con Estados Unidos, es viable que parte del ajuste se vea reflejado en el tipo de cambio, que en su momento pudiera generar presiones inflacionarias. La pregunta obvia es cómo nos hubiera ido sin un acuerdo y la respuesta inicial es que probablemente peor. No obstante, queda claro que habrá un mayor reto a partir del próximo gobierno para reajustar la política de fomento industrial en aras de apoyar el desarrollo en áreas más allá de la industria automotriz.
Todavía falta ver la integración (o no) de Canadá al acuerdo. No queda claro si solo quedará el Tratado de libre Comercio Estados Unidos México, o bien un TLCAN 2.0. Es muy probable que veamos la bilateralización del acuerdo trilateral. Incluso, es posible pensar que el TLCAN original se sustituye por cuatro acuerdos: uno trilateral con ciertos acuerdos básicos rescatables entre los tres países y tres bilaterales; México-Estados Unidos, Estados Unidos-Canadá y Canadá-México, con puntos ya más específicos. Independientemente de cómo queda, su importancia será mucho más política que económico.