La crisis mexicana que se desató en diciembre de 1994 tomó a la gran mayoría de los analistas, economistas y académicos por sorpresa, en especial por su intensidad. México había negociado exitosamente la deuda externa bajo el Plan Brady en 1989 y en los siguientes cinco años el gobierno saneó las finanzas públicas, disminuyó la inflación a un dígito, se llevaron a cabo reformas estructurales importantes, se instrumentó el Tratado de Libre Comercio de Norte América y se redujo significativamente la carga de la deuda pública externa. Nos veían de afuera con buenos ojos, ya que se había implementado un plan de estabilización importante. Por lo mismo, el colapso de la economía mexicana en 1995 causó gran desconcierto.
A raíz de lo que sucedió, hubo muchas acusaciones en nuestra contra. Al Banco de México se le inculpó de ser poco transparente y ocultar información valiosa. Al gobierno se le acusó de mal manejo de información privilegiada. Para negociar el préstamo jumbo que necesitábamos, el Fondo Monetario Internacional prácticamente obligó al gobierno a cambiar muchas de sus prácticas y se establecieron normas especiales para la divulgación de datos, que después se adoptaron a escala mundial. Pero no sólo hubo una preocupación por la calidad, integridad y acceso a la información, sino también por la interpretación correcta de los datos. En especial, hubo cuestionamientos sobre cómo podríamos utilizar la información estadística disponible para anticipar situaciones de crisis.
Estas controversias llevaron a muchos académicos a formular modelos que pudieran señalar con adelanto la formación de situaciones precarias que pudieran emanar en crisis. La mayoría de las investigaciones buscaban variables independientes que pudieran explicar econométricamente a la dependiente, que era la crisis. ¿Pero cómo medir una crisis? De una forma u otra, aparecieron muchos artículos que examinaban formas distintas de medición y proponían la utilización del tipo de cambio, tasas de interés y otras variables de índole financiera.
Hace alrededor de 12 o 13 años, realizamos nuestra propia investigación con la idea de desarrollar un indicador que pudiera medir la intensidad de las crisis en México. Después de consultar un sinnúmero de artículos sobre el tema, tomamos la variabilidad del tipo de cambio, de la tasa de interés a un mes y de la relación de las reservas internacionales al medio circulante, cada uno dividido entre su desviación estándar, para construir un índice compuesto. Al final, el índice se normalizó para que su media fuera igual a cero y su desviación estándar igual a uno. El resultado lo llamamos el “índice de severidad de crisis”.
Ya con el índice en la mano, desarrollamos ciertos parámetros para definir la existencia de una crisis y etiquetarlas como “moderada”, “aguda” o “severa” en función del número de desviaciones estándares que alcanzaba en un momento dado. Cualquier valor que alcanzaba el índice por debajo de uno (dentro del rango de una desviación estándar) se definió como simple variabilidad normal. Cuando el indicador rebasaba la unidad se clasificaba como una situación de crisis: por encima de uno era moderada; mayor a dos era aguda; y, por encima de tres era severa. En el lapso de 1970 a fines de 1998, detectamos 15 periodos de crisis, de los cuales siete eran severas, cuatro agudas y cinco moderadas. La última que se registró fue de solo un mes de duración (septiembre de 1998), clasificada como moderada y que se produjo a raíz de las crisis asiática y rusa de ese año. El valor del índice en ese momento alcanzó 1.93, por lo que casi llegó a ser una situación aguda y rebasó el valor observado en abril de 1994 (después del asesinato de Colosio).
A partir de 2000 México alcanzó una tasa de inflación de un solo dígito y entramos de lleno a un periodo de estabilidad macroeconómico. Por lo mismo, el índice lo metimos al cajón y pronto nos olvidamos de él. Sin embargo, a raíz de la crisis que se desató en 2008 y el periodo prolongado de inestabilidad en los mercados financieros de los últimos meses, rescatamos el indicador y lo actualizamos. ¿Qué encontramos?
De enero de 1999 a octubre de 2011 (154 meses, casi 13 años), encontramos un solo mes (octubre de 2008) que rebasó la unidad y por lo tanto, que se clasifica como crisis. Sin embargo, el valor del índice registro 1.08, por lo que apenas logró clasificarse como tal y de las 16 crisis que se han producido entre 1970 y 2011 es por mucho la menos intensa de todos.
¿Cómo es posible? La crisis de 2008 se le ha llamado la gran recesión y se dice que es la peor crisis mundial que se ha producido desde la gran depresión de la década de los 30. En el caso de México, ocasionó una caída en el PIB de 6.1% en 2009 y una depreciación significativa del peso. Sin embargo, el índice de severidad mide la intensidad financiera de una crisis, es decir, el efecto sobre la estabilidad de variables como el tipo de cambio, las tasas de interés y la composición monetaria de la economía. La poca respuesta del índice a la situación actual es reflejo de la estabilidad macroeconómica que hemos logrado en la última década. Aunque sí hay movimientos significativos en el tipo de cambio, no son de las magnitudes que existían en otras épocas.
Por ejemplo, en septiembre de 1976 se produjo la primera crisis cuando se dio una devaluación significativa de más de 60 por ciento. De un valor de 12.50 (viejos pesos), el tipo de cambio se fue por encima de 20 pesos. No hubo ajustes a las tasas de interés porque en esa época eran administradas por el gobierno. Aun así, la crisis alcanzó una intensidad severa.
Desde que el régimen cambiario es de flotación, únicamente se ha producido dos crisis: en 1998, a raíz de la crisis asiática y en 2008, ambos etiquetadas como moderadas. La máxima variación que ha sufrido el tipo de cambio en un mes desde 1996 a la fecha es de 18.7% en octubre de 2008.
La estabilidad macroeconómica que hemos alcanzado nos ha ayudado a contener el impacto de los choques externos, en especial sobre las variables financieras. Si bien, todavía seguimos siendo vulnerable en términos de crecimiento económico, por lo menos no padecemos las grandes pérdidas en nuestro poder adquisitivo, que eran síntomas típicos de las crisis anteriores.