Este artículo lo escribí en abril de 2008.
Por primera vez en muchos años, la semana pasada se escuchó el ruido de las cacerolas en la Plaza de Mayo, enfrente de la Casa Rosada en Buenos Aires. Esta forma de protesta, muy particular de los argentinos, llegó a ser el símbolo de la crisis de principios de la década, que dio pie al gobierno actual del Partido Justicialista. Ahora, algo irónico, se usó para protestar en contra de las políticas de Kirchner.
En Argentina ha surgido una gran protesta del campo en contra del gobierno, que aumentó las retenciones a las exportaciones de soya y girasol. Esta confrontación es la primera oposición abierta y organizada a la política de sostener un gasto público elevado, que conlleva una creciente presión impositiva. El gobierno alega que es la base de su política redistributiva, que ha bajado el desempleo significativamente en los últimos cinco años y generado un ritmo de crecimiento económico no visto en mucho tiempo. La oposición argumenta que el incremento en las retenciones ha llegado a un nivel tan elevado, que ahoga su negocio y desaparece su rentabilidad. Por lo pronto, vemos la primera prueba al nuevo modelo económico argentino, que vino a sustituir al anterior de la Convertibilidad.
Argentina siempre ha sufrido de grandes déficit fiscal y externo, que hicieron que la economía padeciera de crisis recurrentes durante el siglo pasado e impidieron que el país pudiera crecer en forma sostenida. Ahora tiene un doble superávit, a pesar de emplear un gasto público creciente. Esto no solamente ha redituado en un crecimiento elevado, sino también en la sensación de una política sostenible a raíz de los colchones en las cuentas fiscales y externas.
Cuando se derrumbó el esquema de convertibilidad, el peso argentino se devaluó significativamente. Esto permitió que las exportaciones crecieran a un ritmo relevante y se convirtieran en un motor importante de crecimiento. Desde entonces, el gobierno ha mantenido la subvaluación para sostener el fomento al sector y así obtener más divisas. Aunado a los términos de intercambio sumamente favorables, Argentina ha logrado mantener un superávit comercial por muchos años, algo que antes no pudo alcanzar. Al mismo tiempo, el gobierno impuso la política de retenciones a las exportaciones, que es un impuesto que no conlleva la necesidad de participar con los gobiernos locales. Esto ha redituado en una fuente importante de recursos fiscales, que aunado a otros ingresos no recurrentes, le ha permitido al gobierno tener un superávit fiscal. Con el apoyo del doble superávit, el gobierno ha podido incrementar el gasto público e instrumentar políticas sociales populares.
El superávit externo y la moratoria unilateral de deuda externa que declaró el gobierno hace unos años, ha disminuido la demanda de divisas en forma significativa. Esto le ha permitido al Banco Central mantener el tipo de cambio subvaluado y acumular reservas internacionales con poco esfuerzo. Dado que ha generado cinco años de crecimiento elevado y una disminución significativa del desempleo (que en 2002 llegó a 23 por ciento), el modelo ha sido hasta ahora muy popular.
Sin embargo, el esquema tiene el inconveniente de generar presiones inflacionarias. La política de subvaluación ha hecho que los argentinos sientan más el incremento en los precios de los commodities y alimentos en los mercados internacionales, y al mismo tiempo, ha hecho que la demanda agregada crezca a un ritmo superior a la oferta. Para evitar que los precios internos suban mucho y perjudiquen a los pobres, el gobierno ha incrementado significativamente el uso de subsidios en alimentos, transporte y tarifas públicas, lo que equivale a un control de precios implícito, pero que no ha redituado en una escasez escandalosa como la que padece Venezuela.
Aun así, las presiones inflacionarias han provocado incrementos significativos en precios. Dado que el gobierno ha rehusado utilizar políticas ortodoxas para frenar la inflación, su frustración lo llevó a manipular los índices de precios para que se reportaran niveles inferiores a lo que se considera la realidad. Primero despidió a los funcionarios del INDEC, que construían los índices anteriores, para introducir un nuevo índice nacional más bajo. Después “convenció” a los gobiernos de las provincias a utilizar metodologías similares. Al comienzo, las dos provincias “disidentes” respecto a la estadística oficial eran San Luis y Mendoza. Sin embargo, el gobierno de Mendoza terminó por despedir a los funcionarios de la Dirección de Estadísticas Provincial y adoptó la metodología elaborada por el INDEC.
Por lo mismo, San Luis es la única provincia que no tiene intervenida su Dirección de Estadística. La mayoría de los especialistas sostienen que la medición de San Luis es ahora la única que refleja la realidad inflacionaria nacional. Si se proyectan los datos del primer bimestre del año, el INDEC reporta una inflación anual de alrededor de 8 por ciento. Sin embargo, para el mismo periodo San Luis registra una tasa cercana a 30 por ciento. Los últimos rumores que circulan apuntan a que el INDEC está por introducir una nueva metodología, que mágicamente reportaría la mitad de la inflación oficial, que actualmente reporta la mitad de la real.
El principal problema que surge de la manipulación de estadísticas oficiales, es que se desconoce la verdadera dimensión de la inflación. Esto crea un doble malestar en la población: primero porque todos saben que existe, pero el gobierno se niega a reconocerla, y segundo, por la falta de políticas coherentes para abatirla. El gobierno ha escogido el camino de los subsidios, pero para no caer en déficit, esto significa que debe incrementar la recaudación. Dado que los términos de intercambio han sido sumamente favorables para los agricultores, el gobierno decidió instrumentar el esquema de retenciones móviles, que hace que la tasa impositiva aumente en función del precio de exportación. Pero parece que el gobierno llegó al límite de lo que el campo estaba dispuesto a tolerar.